Nunca te diré mi nombre

Me siento una romántica perdida en el casquivaneo de la vida; me sé una niña en el mundo de los niños; me pierde el sonido de unos tacones y una minifalda bonita y una sonrisa en un amigo y un beso largo y un buen libro y un chico guapo, en fin, aquí escribo los retratos de mi inconsciencia, porque ser niño es igual a inconsciente cuando pasas los 25...

Monday, October 02, 2006

Un reportaje: El circo

El circo antes
El circo duerme. Son las tres de la tarde y la respiración parece contenida entre los plásticos y el hierro. La luz amarillenta de un centenar de bombillas ilumina 2.700 sillas rojas y vacías. Fuera nadie aguarda, la calle está vacía excepto por una jirafa que mastica el aire para pasar el tiempo. Los artistas, en sus caravanas, apuran la comida como cualquier familia de “ciudad”, como se refieren ellos a los no circenses. Mientras, la carpa dormita sin roncar. Terminó la función de las doce en Fuenlabrada (Madrid) y, después del último aplauso, el tiempo se detuvo debajo de la lona. Pero ninguna siesta es eterna. Un muchacho vestido con un mono azul y un palillo entre los dientes descorre una cortina a las cuatro. Lentamente, el circo comienza a despertar.
Una sombra delgada corre hacia el camión reconvertido en camerino para las 24 bailarinas del circo americano. Samira, que nació hace 18 años en una caravana, conserva, intacto, el maquillaje desde las diez. “Los días que actuamos varias veces, nunca me desmaquillo hasta que terminamos”, su excusa es que tarda más de dos horas en acicalarse el rostro con pestañas postizas, colorete rosa y exceso de brillantina. El resto de la indumentaria, pantalones de chándal viejo y zapatillas negras embarradas, es descuidada. “Detrás del escenario siempre vamos con ropa cómoda”, seis bailarinas que se retocan los peinados asienten: “tacones y maquillaje, sólo en el trabajo”. Las paredes del camión las forman 28 armarios de madera desgastada. Detrás de cada puerta las chicas guardan sus secretos. Pelucas largas, rubias, morenas, pelo trenzado, medillas de rejilla, ropas de lycra ajustadas y sombreros, y todo en orden. El pitido de una sirena suena al otro lado de la puerta. Algunas tiran cigarrillos a medias, otras abandonan los peines, se cierren los neceseres y los pies caminan hacia las bambalinas. La transformación de Samira dura dos minutos. Ese el tiempo que tarda en desvestirse, abrochar los botones del traje rojo de acomodadora y calzarse unos tacones negros. Suspira. Esta es la primera de las 14 veces que se cambiará de ropa esta tarde de domingo.
Richar entra apresurado en la carpa del circo. Son las cinco en punto y cien personas, más de la mitad niños, se apretujan al otro lado de la valla. El precio de la entrada depende de lo cerca que se quiera estar de los artistas: cinco euros en la grada, 20 en los palcos enfrente del escenario. Richar recibe ya en la puerta a los espectadores más impacientes y les indica dónde están los sitios por los que han pagado. Siempre bromista, a sus 20 años, recuerda sus oficios en el circo, que van desde sus “aventuras de payaso” hasta ahora, que heredó de su padre la función de hipnotizar cocodrilos. “Hace tiempo que dejé de estar nervioso”, asegura con gracia, a pesar de que una de sus cicatrices sea el recuerdo del diente de un reptil. Pero eso lo olvidó hace tiempo y, como todos los artistas antes de la función, cuelga sus preocupaciones de una percha, “y ya las recogeré cuando termine”. Faltan diez minutos. Mil personas han acudido esta tarde al circo. Richar recoge la última entrada con premura y desaparece detrás de la lona. En media hora su cabeza estará dentro de la boca de un cocodrilo.
Los ojos de Rasid vigilan delante y detrás. Él es el engranaje del espectáculo, el presentador, la voz que improvisa ante los espectadores cuando algo no funciona entre bambalinas. Enumera los números de memoria, que cada enero se modifican para confeccionar la siguiente temporada. Un frac rojo con botones brillantes y pantalones negros forma su disfraz. En la cara, exceso de polvos de maquillaje que no desdibujan su carácter bromista. Faltan cinco minutos para que las palabras: “Bienvenidos al mayor espectáculo del mundo” salgan de su boca y Rasid, en las penumbras del escenario se santigua y mira a Elde, el técnico de sonido. Una mirada les sirve para entenderse. La cuenta atrás ha comenzado.
Decenas de mini-disc desordenados, una mesa de mezclas y una caja de percusión. Así es la oficina de trabajo de Elde, una camioneta en la izquierda de la carpa. Él, padre de Sydney y Jesy los cómicos vestidos de azul, pone sonido a los gestos de los artistas. Justifica su desorden cuando jura que sufre de hiperactividad y que “sólo se organiza después de recolocar una y otra vez las músicas y efectos”. Enciende un cigarrillo que abandona, tras dos caladas, en un cenicero de metal. Sus dedos inquietos bajan el volumen de la música que sale de los altavoces. Se apaga la luz amarillenta; se encienden los focos de colores y, cuando de su cigarrillo apenas queda ya el filtro, la figura de Rasid camina hacia el centro de la pista. Una tarde más el circo ha puesto en marcha su maquinaria. Ya no hay lugar para las melancolías.

Durante
El circo sobrevive gracias a los aplausos. Los acomodadores han desaparecido detrás de la lona y sólo Romy, hermano de Samira, se mueve entre las sillas y la arena ofreciendo palomitas, a un euro, a los glotones. Los animales toman la carpa bajo las órdenes del domador Eros Faggioni. La jirafa camina despacio en el círculo rojo de plástico ajena a las ovaciones del público. Dos vueltas y de regreso a su valla de metal.
Un juego de luces y la banda sonora de It´s a raining men en su versión más discotequera para presentar a las chicas del hula-hop. Samira está entre ellas. Viste pantalón corto, medias de seda transparente y sobre su pendiente del ombligo giran varios aros alocados. Deja atrás las miradas del público y corre, de nuevo hacia el camerino. Allí se ha roto el ambiente distendido de las cinco de la tarde. Todas las puertas de los armarios abiertas, pelucas que cambian rápidamente de mano, manos que ayudan a recolocar cremalleras, un retoque en los maquillajes y cinco minutos después Samira regresa a las bambalinas vestida de cleopatra.
18 caballos dan vueltas en las tres pistas del circo americano cuando Richar aparece en la parte de atrás cubierto con un raído albornoz azul y pintura negra en los ojos. Fuma un cigarrillo tras otro y allí, debajo de la luz artificial de las bombillas, intercambia chistes con sus compañeros. Sólo hay una crítica que pronuncia con intención de advertir: “los circenses somos artistas, no maleantes, aunque a la los de ciudad les cueste entender nuestro arte nómada”. Interrumpe el discurso y tira el albornoz al suelo. El público aguarda ya para ver su número, para ver como introduce hasta la coleta en las fauces de cocodrilos procedentes de xxx. Antes que él Sydney y Jesy han hecho reír al público con sus gracias simples y efectistas de payasos.
Rasid entra y sale, vigila y finge enfadarse con Salva, el trapecista, que hace las veces de payaso antes de hacer sobre una cama elástica un triple salto mortal. Hoy, en Fuenlabrada, los números se ejecutan con profesionalidad y belleza, pero entre las sillas rojas hay gente que siente más el frío que el calor de los aplausos. La culpa la tiene ese sistema de calefacción inexistente que hay en el solar cedido por el Ayuntamiento. Por lo que muchos aprovechan los quince minutos de intermedio para tomar un café caliente en la cafetería. Éste llega después de la representación de una fábula entre indios y soldados del viejo oeste. La luz artificial de las bombillas vuelve a esconder detrás de las bambalinas las muchas sorpresas que le quedan al circo. Aunque cada espectador tiene sus prioridades.
Puri acude al circo siempre que puede y, a sus 40 años, arrastra a su hija, xx, con ella. “El circo me entusiasmó cuando yo tenía 11 años y quiero que a ella sienta como yo”. Lo mejor, “los animales”; lo peor; “que la gente piense que su arte está anticuado”. Dos mujeres, en las gradas enfrente del escenario no coinciden con el veredicto. Lo mejor para ellas: los trapecios; lo peor; “que pensamos que con la entrada a los artistas no les da ni para vivir”. Detrás del escenario, aunque todos esquivan el tema de nóminas y cajas registradoras, hay otra visión: “Tenemos para como el responsable de unos grandes almacenes tipo Corte Inglés”, Rasid deja el tema zanjado.
Elde vuelve a apagar las luces después del sorteo que efectúan en cada función. Es la hora del riesgo: los bailes de los hermanos Tonitos y Millás a 17 metros del suelo, los pitidos de los payasos Yesy y Sydney y la entrada del público en el escenario, las bocas que se abren cuando Samira se balancea sobre un elefante que se arrastra por el suelo para pasar debajo de otro elefante. Y también aparecen las antipodistas capaces de mantener el equilibrio con los pies ocupados en balones, barras y ruletas que dan vueltas. Pero Elde espera a la actuación de John Taylor, el hombre bala, que precederá a los payasos Rivelinos y su número lleno de tortas y tartas estampadas. Elde se encarga de enumerar los méritos del hombre bala que saldrá disparado a xxx de velocidad y para terminar cayendo sobre un colchón que ocupa las tres pistas del circo. Y después, más aplausos.
Han pasado dos horas y media. No hay nostalgia en las despedida. Xx artistas salen de las bambalinas con las manos alzadas. Ese es su agradecimiento al público. Por perdonar su errores y dejarles compartir durante esas dos horas de ilusiones.

Y después
El circo está exhausto. Cansado y agotado, después de las funciones apenas le quedan ya fuerzas, como todos los domingos y las tres funciones a las doce y media; cinco y media y ocho. A diario todo es más pausado, con los ensayos de los números por la mañana y una función a media tarde. Hoy por suerte, dejarán para mañana el desmontaje de su esqueleto de plástico y hierros. Los chicos de monos azules amontonan los aros y demás herramientas del espectáculo en las bambalinas del circo. Los artistass corren a sus caravanas con el neceser entre las manos.
Samira, siempre con su chándal, antes de la cena se desmaquilla y cuando desaparece el maquillaje aparecen pequeños granos de una piel que no traspira. Richar se encarga de organizar una barbacoa y salvo por restos del maquillaje nadie diría que a ese joven de vaqueros y cazadora abombada no le tiemblan los nervios cuando mete la cabeza en los dientes de un cocodrilo. Bromean y bromean y si les sobre tiempo siguen bromeando. “Hemos hecho de la risa nuestra forma de vida”, sentencia Richar antes de desaparecer en un coche en busca de más chicos con lo que compartir las chuletas esa noche.
Rasid despide a sus artistas con un hasta mañana que suena a no os paséis esta noche que mañana hay trabajo. Las vacaciones no existen en el circo. El sueldo hay que ganárselo los 365 días del año. Elde recoge los mini-disc donde guarda los sonidos del circo y se lo guarda en el bolsillo antes de irse a dormir. Apaga todas las luces excepto dos bombillas, una detrás y otra delante.Los relojes dicen que los minutos pasan de las diez y media. Sólo cuatro perezosos y un niño que quiere ver el circo vacío quedan dentro de la carpa. Se escucha un bostezo, la jirafa se despide también hasta el día siguiente. El espectáculo ha terminado un día más. El circo se duerme satisfecho.

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