4 de septiembre
Cuando mi cenicero morado cayó al suelo y se rompió en añicos sentí como una punzada de melancolía me rompía el pecho. Llevaba ocho años a mi vera, ahí, cerquita de mi cama y, durante ese tiempo, siempre, era la reliquia que en mis múltiples mudanzas me metía en el bolso para evitar arañazos, golpes o fracturas. Era, obviamente, más que un trozo de cerámica redonda y lacada.
Me lo había comprado mi madre, una Navidad, en el Carrefur. Su precio no lo recuerdo, pero no serían más de doscientas pesetas. Y era especial porque mi madre me lo regaló antes de que yo fumara o, mejor dicho, antes de que yo fumara oficialmente porque a escondidas ya llevaba unos años haciéndolo, ya fuera en la terraza de casa, de cuchillas, cuando ellos, mis padres, o no estaban o dormían, o ya fuese en la calle.
Una vez, casi al principio, intentaron robármelo. Yo vivía en una residencia de estudiantes, todas chicas, y, además, era la cabecilla de uno de los dos grupillos que se pasaban los días fastidiando al otro. Nos quemábamos las ropas; arrojábamos vestidos, pantalones y camisetas al patio interior o, directamente, a la calle; golpeábamos sus puertas de madrugada; cerrábamos sus armarios roperos y tirábamos las llaves o, incluso, jugábamos a guerras de almohadas con los maquillajes de las otras hasta que estos quedaban reducidos a un montón de polvos multicolores e inútiles.
Pero un día, la cosa fue a más, y todo por mi cenicero morado.
Me lo robaron. Me fui a clase y, al volver, sobre mi escritorio, en su sitio, había un hueco. Me lo habían robado y sólo podían haber sido ellas. Llegamos a los insultos, a las difamaciones y, casi, hasta las manos. Pero mi cenicero no regresó.
Una mañana, meses después, terminé pronto de comer y al pasar ante la puerta de una de sus habitaciones vi que se la habían dejado abierta y, claro, eché un vistazo. Lo primero y lo único que vi fue mi cenicero allí, sobre una mesilla, tan morado, tan redondo, tan lacado, con una pirámide de colillas encima... Entré sin preguntarme qué me harían si me pillaban dentro, lo cogí con mimo, arrojé las colillas y las cenizas donde antes estaba el cenicero, para ahondar en su falta, para cubrir, con un gesto taimado, su hueco, y lo devolví a su sitio, sobre mi escritorio.
Desde entonces lo he usado como todo, como recipiente de piedras raras de la playa, como llavero, como joyero, como casi todo menos como cenicero. No me gustaba que la ceniza lo manchara, no quería lavarlo demasiado por miedo a romperlo. Hasta que hoy lo usé como cenicero y se me rompió, como si éste, en el fondo, tuviera vida propia y se rebelara contra la mediocridad de un cenicero que nunca ha vivido como tal. Caminaba hacia la cocina, a oscuras, pensando en vete a saber qué, cuando tropecé con el cubo de la fregona (que debería haber quitado de en medio del pasillo hace dos días, por cierto) y caí al suelo en un golpe seco mientras el cenicero, mi cenicero morado, volaba por el aire y se rompía en mil pedazos.
Cuando tiré los trozos rotos pensé que las personas somos tan frágiles como un cenicero. Un día estamos tan bien, tan perfectos, tan relucientes y, al siguiente, así de repente, sin previo aviso, nos rompemos en mil pedazos. Y, así, de pronto, de nosotros no queda más que un triste hueco y mil vivencias en la basura. Nada más. Nada más que eso.
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