Nunca te diré mi nombre

Me siento una romántica perdida en el casquivaneo de la vida; me sé una niña en el mundo de los niños; me pierde el sonido de unos tacones y una minifalda bonita y una sonrisa en un amigo y un beso largo y un buen libro y un chico guapo, en fin, aquí escribo los retratos de mi inconsciencia, porque ser niño es igual a inconsciente cuando pasas los 25...

Monday, October 09, 2006

9 de octubre

Quizá sea el eco del libro que me leí antes de ayer, Llovió todo el domingo (de Philippe Delerm), o quizá el de hace una semana, Ventanas de Manhathan (de Antonio Muñoz Molina), pero anoche salí a pasear por Madrid para mirar la ciudad desde otros ojos. Quizá, sí, lo que me empujó fue la conjunción de dos historias distintas, pero que vienen a contar lo mismo, el placer de lo cotidiano. En la primera, Delerm relata con intensa ternura el tránsito de los días del señor Spitzweg por París. Nada especial hay en ellos, ni lucro ni grandes devaneos amorosos ni siquiera una acción que necesite de presentación, nudo y desenlace; no, no hay nada de eso, sólo la sucesión de las pequeñas cosas que, al final, son las que trenzan una vida. Sin embargo, no puedes dejar de leer, inmerso en el vivir anodino de este empleado de correos que disfruta del metro a las horas en la que nadie viaja, que le gustan los paseos y el mirar a través del escaparate de un restaurante de lujo para disfrutar desde la distancia infranqueable de un cristal (y una cuenta bancaria con muchos ceros o no) de aquello que nunca podrá tocar pero que ha de existir, que le gustan las playas y, sobre todo, el alejarse de París sólo para sentir el placer de regresar. El segundo es un viaje por cada rincón de Manhatan, desde el primer recuerdo, en un motel envuelto por el silencio de una ciudad insomne y un patio interior de nadie y de todos, donde se mezclan los gorgoteos de una tubería y los pitidos de los despertadores, hasta el regreso del lugar de donde uno vino con una sensación apátrida: sin hallarte en donde eres ni ser de donde te fuiste, sintiéndote de ningún lugar, yendo hacia quién sabe donde. Y en medio, esos paseos por los parques de la ciudad, esa mirada sobre aquel indigente que hablaba con su reflejo del espejo, los pasos por los museos y las fotografías, y los rastros, y los libros, historias del 11-S y aquellas pequeñas cosas que no nos llegaron pero que también dejaron su huella humeante, gris y nauseabunda en aquellas calles; un cuaderno de hule y un lapicero, respiraciones que suben y bajan con el jazz y una luz de exit parpadeante, siempre encendida, en los hoteles.
Quizá fueron estos libros los que ayer me impulsaron a mirar Madrid desde los ojos del señor Spitzweg y Muñoz Molina, a ver qué descubría, a ver de qué me enamorada. Con mi late del Starbucks (sí, me encanta el café del Starbucks, ¿y qué?) en la mano y los pasos rápidos, caminaba hacia la feria del libro antiguo con tan sólo tres euros en el bolsillo, esperando encontrar alguno que se ajustara a mi presupuesto (y de hecho lo hallé, Corazón tan blanco, de Javier Marías), mirando a todos aquellos con los que me cruzaba. Me gusta mirar el fondo de los ojos de los desconocidos que me cruzo por la calle. Alguno te mantiene la mirada, otros la bajan, pero en seguida, cuando creen que ya no les miras, te observan desde el disimulo, y también están los que, por mucho que los mires, nunca se darán cuenta de que lo haces, quizá anden tan sumidos en sus propias diatribas que caminen por otros mundos, otros universos lejanos para el resto, o es que son despistados indomables simplemente, pero lo cierto que hay gente que no se da cuenta de la existencia de otro por muy cerca que le tenga (¿Y es que cuántos mundos caben en el mundo?).
Me gusta andar por Madrid porque me siento parte de esta ciudad inmensa, también insomne como París, como Manhathan. No sé cuando pasó, cuando pasé de sentirme de prestado a este ahora, inmiscuida por sus calles reconociendo en sus esquinas, plazas y bares algún momento ya vivido. Caminaba por Banco de España cuando una campana dio las nueve, y las luces de la calle se encendieron, la ciudad se bañó de la perspectiva anaranjada de las farolas y el aire, de pronto, parecía tener un peso metálico, que todo lo envuelve, que parece niebla, aún sin serlo. Un escalofrío me recorrió desde la cabeza hasta la mismita punta de los pies. Pum. De arriba abajo. De abajo arriba. Creo que apreté fuerte mi late, durante un instante, y comencé a caminar más despacio. Creo que me sentí madrileña (madrileña de León, claro, eso siempre) y pensé que era una lástima no llevar encima la cámara para inmortalizar mi sensación en una imagen, pero luego lo pensé: ‘¡Si no me hacen falta fotografías!’. Los ojos son mejores para eso. Luego la memoria se encarga de desvirtuarlos sí, pero eso no hace más que añadir valor, y una pizca de fantasía, por qué no, a nuestra capacidad de guardarse adentro, para siempre, un instante (el Madrid nocturno a medias, los paseos apresurados, la feria del libro antiguo, la luz anaranjada, el peso metálico, el clac-clac-clac de mis tacones que siempre me acompaña, un late del Starbucks), una fotografía más del álbum de mi vida.

3 Comments:

Blogger JASTADIT said...

Estoy sin despacho y sin ordenador, te escribo pronto. Un beso.

10:33 AM  
Blogger JASTADIT said...

Espero que mañana me pueda poner en contacto contigo. Un beso

10:37 AM  
Blogger Antonio Sanz said...

Sabes, a mí me pasa lo mismo. Me encanta pasear en solitario, mirar, sonreir en silencio, admirar con respeto, aplaudir al actor callejero... es una delicia disfrutar de Madrid. Pásate un día por la puerta del Sol, Plaza Mayor, el centro en definitiva. Disfrutarás. Un beso gordo

7:25 AM  

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