Vuelvo, y lo hago para no volver a irme.
Hoy río cuando leo el dolor de aquel antiguo amor hoy ni siquiera un recuerdo.
Y se escuchan mis carcajanas al otro lado de la ventana cuando rememoro cuánto deseé que volviera mientras escribía las primeras palabras de este blog. Ojalá volviera, ojalá algún día me buscara, ojalá algún día me pidiera que fuera yo quien regresara. Pues pasó, claro que pasó. Pero entonces, ahora, yo ya no quiero, yo ya no quería. Qué fácil es reírse de aquello que dolió cuando ya no duele, qué fácil; qué grato es reírse durante una venganza, fría, como las que más duelen, sí, claro que sí. R. y yo empezamos a ser amigos el día que él se dio cuenta de que aquellos lejanos seite polvos sólo eran eso, lejanos. Trató de revivirlos, otra ciudad, la mía, nos rodeaba; una indiferencia, la mía, nos separaba. Después, mi frialdad paralizó la relación y poco más supimos el uno del otro. Un día, sin embargo, volvió. Volvió para quedarse, volvió sin saber que yo cerré la puerta mucho tiempo atras, y dejé sus siete polvos, sus besos y tonterías en la basura, junto a tres botellas de Lambrusco vacías, junto a lo que un día llamamos nuestro. Y ahora pienso y vuelvo atrás y soy incapaz de comprender cómo fue qué quise, cómo fue de que lloré.
Así es el amor. Nos vuelve locos, nos da la vuelta un tiempo, y de pronto un día se esfuma y, al mirarnos en el espejo, no reconocemos a aquel que tanto amó.