Nunca te diré mi nombre

Me siento una romántica perdida en el casquivaneo de la vida; me sé una niña en el mundo de los niños; me pierde el sonido de unos tacones y una minifalda bonita y una sonrisa en un amigo y un beso largo y un buen libro y un chico guapo, en fin, aquí escribo los retratos de mi inconsciencia, porque ser niño es igual a inconsciente cuando pasas los 25...

Monday, October 09, 2006

9 de octubre

Quizá sea el eco del libro que me leí antes de ayer, Llovió todo el domingo (de Philippe Delerm), o quizá el de hace una semana, Ventanas de Manhathan (de Antonio Muñoz Molina), pero anoche salí a pasear por Madrid para mirar la ciudad desde otros ojos. Quizá, sí, lo que me empujó fue la conjunción de dos historias distintas, pero que vienen a contar lo mismo, el placer de lo cotidiano. En la primera, Delerm relata con intensa ternura el tránsito de los días del señor Spitzweg por París. Nada especial hay en ellos, ni lucro ni grandes devaneos amorosos ni siquiera una acción que necesite de presentación, nudo y desenlace; no, no hay nada de eso, sólo la sucesión de las pequeñas cosas que, al final, son las que trenzan una vida. Sin embargo, no puedes dejar de leer, inmerso en el vivir anodino de este empleado de correos que disfruta del metro a las horas en la que nadie viaja, que le gustan los paseos y el mirar a través del escaparate de un restaurante de lujo para disfrutar desde la distancia infranqueable de un cristal (y una cuenta bancaria con muchos ceros o no) de aquello que nunca podrá tocar pero que ha de existir, que le gustan las playas y, sobre todo, el alejarse de París sólo para sentir el placer de regresar. El segundo es un viaje por cada rincón de Manhatan, desde el primer recuerdo, en un motel envuelto por el silencio de una ciudad insomne y un patio interior de nadie y de todos, donde se mezclan los gorgoteos de una tubería y los pitidos de los despertadores, hasta el regreso del lugar de donde uno vino con una sensación apátrida: sin hallarte en donde eres ni ser de donde te fuiste, sintiéndote de ningún lugar, yendo hacia quién sabe donde. Y en medio, esos paseos por los parques de la ciudad, esa mirada sobre aquel indigente que hablaba con su reflejo del espejo, los pasos por los museos y las fotografías, y los rastros, y los libros, historias del 11-S y aquellas pequeñas cosas que no nos llegaron pero que también dejaron su huella humeante, gris y nauseabunda en aquellas calles; un cuaderno de hule y un lapicero, respiraciones que suben y bajan con el jazz y una luz de exit parpadeante, siempre encendida, en los hoteles.
Quizá fueron estos libros los que ayer me impulsaron a mirar Madrid desde los ojos del señor Spitzweg y Muñoz Molina, a ver qué descubría, a ver de qué me enamorada. Con mi late del Starbucks (sí, me encanta el café del Starbucks, ¿y qué?) en la mano y los pasos rápidos, caminaba hacia la feria del libro antiguo con tan sólo tres euros en el bolsillo, esperando encontrar alguno que se ajustara a mi presupuesto (y de hecho lo hallé, Corazón tan blanco, de Javier Marías), mirando a todos aquellos con los que me cruzaba. Me gusta mirar el fondo de los ojos de los desconocidos que me cruzo por la calle. Alguno te mantiene la mirada, otros la bajan, pero en seguida, cuando creen que ya no les miras, te observan desde el disimulo, y también están los que, por mucho que los mires, nunca se darán cuenta de que lo haces, quizá anden tan sumidos en sus propias diatribas que caminen por otros mundos, otros universos lejanos para el resto, o es que son despistados indomables simplemente, pero lo cierto que hay gente que no se da cuenta de la existencia de otro por muy cerca que le tenga (¿Y es que cuántos mundos caben en el mundo?).
Me gusta andar por Madrid porque me siento parte de esta ciudad inmensa, también insomne como París, como Manhathan. No sé cuando pasó, cuando pasé de sentirme de prestado a este ahora, inmiscuida por sus calles reconociendo en sus esquinas, plazas y bares algún momento ya vivido. Caminaba por Banco de España cuando una campana dio las nueve, y las luces de la calle se encendieron, la ciudad se bañó de la perspectiva anaranjada de las farolas y el aire, de pronto, parecía tener un peso metálico, que todo lo envuelve, que parece niebla, aún sin serlo. Un escalofrío me recorrió desde la cabeza hasta la mismita punta de los pies. Pum. De arriba abajo. De abajo arriba. Creo que apreté fuerte mi late, durante un instante, y comencé a caminar más despacio. Creo que me sentí madrileña (madrileña de León, claro, eso siempre) y pensé que era una lástima no llevar encima la cámara para inmortalizar mi sensación en una imagen, pero luego lo pensé: ‘¡Si no me hacen falta fotografías!’. Los ojos son mejores para eso. Luego la memoria se encarga de desvirtuarlos sí, pero eso no hace más que añadir valor, y una pizca de fantasía, por qué no, a nuestra capacidad de guardarse adentro, para siempre, un instante (el Madrid nocturno a medias, los paseos apresurados, la feria del libro antiguo, la luz anaranjada, el peso metálico, el clac-clac-clac de mis tacones que siempre me acompaña, un late del Starbucks), una fotografía más del álbum de mi vida.

Saturday, October 07, 2006

7 de octubre

¿Cuánta vida puede contener media cuartilla...? Lo descubrí ayer, a la hora de comer, cuando llegué a casa. Fue un sobre demasiado grande en mi buzón. Yo venía de la compra, con las manos ocupadas, y no lo hubiera cogido sino hubiera sobresalido tanto. Lo cogí, y enseguida conocí la letra. Espigada, azul, siempre azul, tumbada hacia la derecha. El sobre contenía un par de documentos y una carta, un cachito de León en un folio pulcramente cortado a la mitad. Entonces las vi, las bes, haches e ies descolocadas. Y me eché a llorar. Cosas de la nostalgia, faltas de ortografía tan pueriles como entrañables, el ruido de un tarararááá rítmico, con los dedos, tan conocido como lejano, ese toquecillo en el radiador que siempre sigue al sonido de una puerta, ese holaaaaa que siempre invita a la sonrisa con una mano alzada y repitiendo una y otra vez esa palabra mágica (holaaaaa, holaaaa, holaaaa), un bigote, una calva, mi papá, mi mamá, mi casa, mi vida, 26 años en menos de un folio.
Y un abrazo postal que, aunque no se dé, aunque no pueda tocarse, ni tampoco devolverse, se agarra, fuerte, mucho, hasta las lágrimas, en algún sitio más allá del alma.

Friday, October 06, 2006

6 de octubre

Hace apenas diez minutos que he visto a S. Le busqué yo, para qué negarlo, me gustan los juegos. Mi vestido encajaba con alguno de sus sueños, adrede, por supuesto. Él sabía que me vería, le avisé ayer, pero con mentira: le dije que pasaría por la tarde, pero ayer por la tarde, no hoy, le imagino pendiente de la puerta en cada ruido, en cada apersona que entrara en su habitáculo (jajajajaja), pero ninguna fui yo, no era yo (jajajajaja). Hasta hoy, hasta ahora, que llegué cuando no me esperaba. Por sorpresa. Se quedó mudo cuando me vio, apenas levantó los ojos. Le saludé con la manoa, indiferente, y esperé mi turno. Él sabía lo que quería. Me lo trajo antes de que yo pidiera. Me miraba fascinado (¿quizá las calzas? ¿quizá los cuadros de mi minifalda? ¿quizá el botón suelto de la camisa?), me dio justo lo que quería y al marcharme observé como, detrás de mí, se clavó su mirada intensa (tanto que podía notarla, como un dedo, que subía y bajaba por mi espalda).
Si me hubiera mirado de frente hubiera percibido mi gesto forzado, tratando de contener la carcajada hasta, al menos, haber salido de su habitáculo.
...
Y es que mi móvil acaba de sonar... Un mensaje... Es S. ... "Qué guapa estás hoy...", me dice... Pues ya, ya lo sabía.
(jajajajaja)
¡Qué se joda!

Thursday, October 05, 2006

Un recuerdo: Un 5 de octubre del pasado

Un beso, o dos, o infinitos. Un asiento metálico, el humo del tubo de escape de un autobús que se va. Tic-tac-tic-tac. Miedo al tic-tac. Un chico juega con un paraguas mientras salta unas escaleras metálicas. Tic-tac. Un beso, o dos, o infinitos. Ojos grises. “Me perdería en tus ojos”, te dije. Y los bajaste.
Un reencuentro. O muchos. Suena Green Day en el altavoz del ordenador. Me besas otra vez, y otra, siempre largo, e intenso.
Metes tu mano debajo de mi falda, y yo te dejo.
Cerveza y pizza para cenar (¿o eran macarrones?). El aire huele a Hugo Boss. Cierro los ojos y te guardo para siempre ahí adentro, entre las tripas, donde los gatos a veces arañan. Me pierdo en tu cuello. “Me perdería siempre”, pienso, pero no lo digo.
Es de noche. La cama de uno se torna demasiado estrecha. Un gemido, o dos, o infinitos.
Sabes a sales mezcladas con gel de baño. Sabes a sales mezcladas con algo. Sabes a sales. Tu boca en mi pecho. Mi lengua se enreda en tu oreja. Me rozas, me elevas sin droga, me acaricias, un escalofrío, o dos, o infinitos. Tus ojos grises.
Deambulo por el camino de los tristes, te siento entre mi pelo. No conozco fórmula para detener el tiempo. Tic-tac-tic-tac. Si la hubiera lo pararía en este momento: el cielo anaranjado de La Alambra allá arriba, tu abrazo acá abajo.
Hay un leve rastro de té en el paladar que borran tus besos (¿o era batido de platano?). Sobre el mapa la distancia entre Madrid y Granada son cuatro dedos; el agua, ahora, es lo único que nos separa. Frío, calor, calor y frío entremezclados con un sabor amargo. Te chupo un dedo. Me cobijo en un suelo reconvertido en cama. Me muerdes y te muerdo. Te huelo. Cierro los ojos para que permanezcas siempre así, como ahora, en este momento en el que escuchas la última canción del eMule, de espaldas a mí, tu torso desnudo, tus Puma vuelan por el aire. Siempre así, en mi recuerdo, siempre ahí. “Cabrón...”, pienso, y te lo grito.
Opera 4, Lovensong, The Cure, Nine Song. Tus dedos intensos, el pulso de tu lengua. Bebemos Lambrusco (¿o era sidra?). Te desnudan tus palabras, me gustan tus confidencias, un hombre nos regala un té que nunca abrimos. Me pierdo en tus ojos grises, otra vez más.
Luchamos, nos mordemos, nos peleamos con la intensidad del primer contacto en el último. "Cabrón... Cabrón... Cabrón...", te dijo y me pierdo en tus leves gemidos. Me muerdes con rabia los labios y yo me pierdo en tu mordisco. Mientras, al fondo, Robert Smith canta sólo para nosotros. Como en su día Incubus.
Tic-tac-tic-tac.

Wednesday, October 04, 2006

4 de octubre

De lejos no parecía lo que en realidad eran. Cuatro hombres sentados alrededor de una mesa de madera, en medio de un parque a 200 metros de mi casa, mediodía, todos trajeados, con algo entre las manos. De lejos parecían hombres pudientes, charlando después de media jornada de trabajo en la oficina. Pero, según me fui acercando, descubrí el desgaste de sus trajes, su nula combinación, chaqueta gris, pantalón azúl oscuro, uno de paño, otro de franela, ambos de la basura. Cuando pasé a su lado les espié. No eran cartas lo que tenían en las manos, era comida. Una barra de pan, embutido de supermercado, varios brick de vinos, uñas largas, con reborde negro, puños descosidos, bocas desdentadas que reían apartados del mundo. No parecían lo que eran, pero tampoco eran lo que parecían. Simplemente, sentencié, eran cuatro amigos, felices, charlando y tomando un aperitivo en un parque como los otros, los de los trajes de verdad, hacen en las barras de los bares después del trabajo. Cuando llegué a mi portal y sus risas quedaron atrás, lejos, en mi espalda, me di cuenta de que sonreía con nostalgia.
Qué fácil, a veces, por muy poco que se tenga, resulta ser feliz.

3 de octubre

Mi ojo clínico, una vez más, no erró. S. me confesó ayer que tenía "chica". Novia, vamos. Pero me pedía "vernos de estrangis". Follar de vez en cuando, es decir. Lo raro hubiera sido que no. Que S. fuera un chico normal. Mi ojo clínico nunca falla. Siempre encuentra lo más rebuscado. Sí, es cierto que mi interés por él se había esfumado el martes pasado, cuando durmió en mi cama. Está claro, ahora mismo, voy a llamar al oculista.

Monday, October 02, 2006

Otro más: Visiblemente pobres

Cuando no tienen adónde ir, se quedan en la calle. En Madrid son más de 5.000 las personas que sobreviven cada día en la calle, según un estudio de la universidad Complutense. Son invisibles. El tiempo, las rutinas y las personas normales pasan por su lado casi sin mirarles.
La fiesta de la Almudena, celebrada ayer, dejó calles vacías y comercios cerrados. El Albergue para indigentes de San Isidro (Centro) permanecía abierto, porque allí da igual lo que diga el calendario. El centro está junto a la estación de Príncipe Pío. Aquí, construcciones nuevas, coches que van y vienen, tiendas y gente que pasea a sus perros; allá, donde está el albergue, una calle gris, de aceras sucias y edificios altos. En medio, las vías del tren.
Fuera de San Isidro se escucha una canción de Joaquín Sabina, risas, gente vestida al estilo hippy, que entra y sale. Dentro hay 268 camas y casi todas están llenas. Los empleados no quieren hablar. Hoy sólo se puede mirar. Y se ve alegría y gente que no tiene aspecto de vivir en la calle. El alcalde de Madrid, Alberto Ruiz-Gallardón prometió poco antes de las pasadas elecciones, que lucharía porque no hubiera ni un solo indigente sin plaza en los albergues”. En Madrid existen ocho centros, y otro más que sólo abre en invierno.
En la calle sigue habiendo pobreza, sin que ninguna institución pueda controlarlo. En la glorieta de Quevedo, por ejemplo, un indigente pasó su verano bajo un andamio, en un sofá viendo la televisión. Aquella acera, que durante meses fue su casa, ayer estaba limpia. Cerca hay una mujer desdentada, de unos 50 años, rodeada de moscas y tapada con una manta de cuadros. Ella le recuerda. “Una vez me dejó ver una película, no sé que ha sido de él”. Parece vivir entre neblina, en un mundo que quienes pasan a su lado no podrían siquiera intuir. “Yo no tengo historia, a mí no me preguntes, no vivo aquí, soy la dueña de Madrid. Sólo espero a que el príncipe venga y me devuelva los perros que me quitó” .La Cruz Roja hace unos meses inició un programa para tratar a los más de 100 enfermos mentales que viven en las calles de Madrid. Muchos no reconocen su enfermedad, ni siquiera que están en esa situación. En el parque de Plaza de España un hombre, que dice llamarse Pedro, todos los días les da de desayunar a las palomas. “No, yo no vivo aquí, yo duermo en un hotel, pero me levanto temprano para que mis amigas (las palomas) no pasen hambre”. En el banco de al lado hay una decena de bolsas de supermercados, sobresale una barra de pan, botes con comida y una manta. “Vete, vete por allí [señala en dirección a Príncipe Pío] que es por allí donde están los pobres de Madrid”. Y su voz, mientras lo dice, ni siquiera suena amarga.

Y otro: Detrás de la tómbola

Son las tres de la tarde. En la radio suena una canción rumbera. Una niña morena limpia con un trapo las paredes de su casa. Su madre, Matilde Fernández, asoma la cabeza por una cortina y la mira. Suspira. Mientras ella limpia, un grupo de adolescentes comenta la noche pasada en un banco del recinto ferial instalado en la Ermita del Santo (Madrid). Son las fiestas de San Isidro. Ya hace calor. El verano comienza a notarse. Pero en casa de Matilde no tienen ni aire acondicionado ni ningún electrodoméstico, descontando las manos, que ayude a disipar el sofoco. En realidad, Matilde Fernández dice que no gana lo suficiente como para comprar un hogar. Lo que limpia su hija son las paredes de una vieja caravana de cinco metros. Lleva viviendo allí toda la vida. Por eso lo llama casa.
Matilde Fernández nació en la feria. Tiene 28 años y, al igual que su marido, es gitana. Heredó la barraca con los peluches. Con las fiestas de San Isidro empieza su itinerante periodo laboral. Recorren más de 40 barrios de los distintos distritos y pueblos que forman la Comunidad de Madrid. Normalmente terminan en noviembre. Todo en ella son quejas. En verano porque está todo el día en la barraca, aquí, allá, sin ser de ningún lugar. En invierno porque no hay trabajo, porque tiene su casa aparcada en un barrio de la carretera del Pardo y porque, para llegar a fin de mes, tiene que limpiar escaleras. “Odio esta vida”, dice mientras espera sentada a que el grupo de chavales se decida a tirar peluches.
Con el verano llegan las tómbolas. Las ferias construyen un mundo de sueños donde antes sólo había solares vacíos. Se oyen los pitidos de las atracciones y los gritos de quien ofrece un perrito piloto. Parece que allí no hay cabida para las desilusiones. Pero las hay. Y suelen están detrás de la tómbola. El número exacto de feriantes que hay en España no está registrado en ningún lugar. En 1997 se creó en Madrid la Asociación Unificada de Industriales Feriantes de la Comunidad para regularizar los precios del alquiler de los solares en las principales fiestas de Madrid, y ser el interlocutor con Ayuntamientos y Juntas Vecinales. Hoy están inscritos en ella 235 personas, pero, según varias fuentes de esta organización, esta cifra es muy relativa. “Hay muchos que suelen ir por su cuenta”.
Es el caso de Matilde Fernández. Ella tenía adjudicado su sitio en la tómbola antes de nacer. “Mi padre era feriante y las plazas se alquilan por antigüedad”. El solar le cuesta 40 euros por día, las ganancias, según ella, como máximo ascienden a 400 euros. “Ese dinero no es para nosotros. Con él tenemos que reponer los peluches en el camión”. La barraca vacía cuesta alrededor de 19.000 euros. Llenarla son 40.000 euros más.
Matilde Fernández insiste en que, al menos en su caso, un sueldo de feriante no da para vivir. “Hay gente que se la apaña con otros trapicheos, pero a mí eso no me va. Me ha tocado esto y no puedo cambiarlo. Lo asumo y ya está. Sólo espero que mis hijas no tengan esta herencia”. Cuando recoge las bolas que la gente tira (“nunca suelen fallar”) siempre espera ganar esa noche lo suficiente, para comprar un billete de lotería (“a veces no te llega ni pasa eso”). Cuando no está trabajando, se pasa las horas soñando más que la lechera del cuento. Le gustaría tener dinero para comprarse una casa y tener una dirección que darle a los amigos que quieran escribirle.
Pero su voz, melancólica, soñadora, de pronto, vuelve a la realidad. Para ella no hay lotería, ni mucho que ganar. Pasan los años y también las fiestas. Sigue durmiendo, comiendo y viviendo en un camión, de lado a lado. Son las cinco. Se despide de su hija que hace tiempo que dejó de limpiar las paredes de la caravana y ahora se entretiene en hacer castillos de arena en la hierba. “Ojalá a ella no le toque ser feriante para el resto de sus días”. Y Matilde Fernández dice esto convencida. Como si la vida en una tómbola pudiera elegirse.

Un reportaje: El circo

El circo antes
El circo duerme. Son las tres de la tarde y la respiración parece contenida entre los plásticos y el hierro. La luz amarillenta de un centenar de bombillas ilumina 2.700 sillas rojas y vacías. Fuera nadie aguarda, la calle está vacía excepto por una jirafa que mastica el aire para pasar el tiempo. Los artistas, en sus caravanas, apuran la comida como cualquier familia de “ciudad”, como se refieren ellos a los no circenses. Mientras, la carpa dormita sin roncar. Terminó la función de las doce en Fuenlabrada (Madrid) y, después del último aplauso, el tiempo se detuvo debajo de la lona. Pero ninguna siesta es eterna. Un muchacho vestido con un mono azul y un palillo entre los dientes descorre una cortina a las cuatro. Lentamente, el circo comienza a despertar.
Una sombra delgada corre hacia el camión reconvertido en camerino para las 24 bailarinas del circo americano. Samira, que nació hace 18 años en una caravana, conserva, intacto, el maquillaje desde las diez. “Los días que actuamos varias veces, nunca me desmaquillo hasta que terminamos”, su excusa es que tarda más de dos horas en acicalarse el rostro con pestañas postizas, colorete rosa y exceso de brillantina. El resto de la indumentaria, pantalones de chándal viejo y zapatillas negras embarradas, es descuidada. “Detrás del escenario siempre vamos con ropa cómoda”, seis bailarinas que se retocan los peinados asienten: “tacones y maquillaje, sólo en el trabajo”. Las paredes del camión las forman 28 armarios de madera desgastada. Detrás de cada puerta las chicas guardan sus secretos. Pelucas largas, rubias, morenas, pelo trenzado, medillas de rejilla, ropas de lycra ajustadas y sombreros, y todo en orden. El pitido de una sirena suena al otro lado de la puerta. Algunas tiran cigarrillos a medias, otras abandonan los peines, se cierren los neceseres y los pies caminan hacia las bambalinas. La transformación de Samira dura dos minutos. Ese el tiempo que tarda en desvestirse, abrochar los botones del traje rojo de acomodadora y calzarse unos tacones negros. Suspira. Esta es la primera de las 14 veces que se cambiará de ropa esta tarde de domingo.
Richar entra apresurado en la carpa del circo. Son las cinco en punto y cien personas, más de la mitad niños, se apretujan al otro lado de la valla. El precio de la entrada depende de lo cerca que se quiera estar de los artistas: cinco euros en la grada, 20 en los palcos enfrente del escenario. Richar recibe ya en la puerta a los espectadores más impacientes y les indica dónde están los sitios por los que han pagado. Siempre bromista, a sus 20 años, recuerda sus oficios en el circo, que van desde sus “aventuras de payaso” hasta ahora, que heredó de su padre la función de hipnotizar cocodrilos. “Hace tiempo que dejé de estar nervioso”, asegura con gracia, a pesar de que una de sus cicatrices sea el recuerdo del diente de un reptil. Pero eso lo olvidó hace tiempo y, como todos los artistas antes de la función, cuelga sus preocupaciones de una percha, “y ya las recogeré cuando termine”. Faltan diez minutos. Mil personas han acudido esta tarde al circo. Richar recoge la última entrada con premura y desaparece detrás de la lona. En media hora su cabeza estará dentro de la boca de un cocodrilo.
Los ojos de Rasid vigilan delante y detrás. Él es el engranaje del espectáculo, el presentador, la voz que improvisa ante los espectadores cuando algo no funciona entre bambalinas. Enumera los números de memoria, que cada enero se modifican para confeccionar la siguiente temporada. Un frac rojo con botones brillantes y pantalones negros forma su disfraz. En la cara, exceso de polvos de maquillaje que no desdibujan su carácter bromista. Faltan cinco minutos para que las palabras: “Bienvenidos al mayor espectáculo del mundo” salgan de su boca y Rasid, en las penumbras del escenario se santigua y mira a Elde, el técnico de sonido. Una mirada les sirve para entenderse. La cuenta atrás ha comenzado.
Decenas de mini-disc desordenados, una mesa de mezclas y una caja de percusión. Así es la oficina de trabajo de Elde, una camioneta en la izquierda de la carpa. Él, padre de Sydney y Jesy los cómicos vestidos de azul, pone sonido a los gestos de los artistas. Justifica su desorden cuando jura que sufre de hiperactividad y que “sólo se organiza después de recolocar una y otra vez las músicas y efectos”. Enciende un cigarrillo que abandona, tras dos caladas, en un cenicero de metal. Sus dedos inquietos bajan el volumen de la música que sale de los altavoces. Se apaga la luz amarillenta; se encienden los focos de colores y, cuando de su cigarrillo apenas queda ya el filtro, la figura de Rasid camina hacia el centro de la pista. Una tarde más el circo ha puesto en marcha su maquinaria. Ya no hay lugar para las melancolías.

Durante
El circo sobrevive gracias a los aplausos. Los acomodadores han desaparecido detrás de la lona y sólo Romy, hermano de Samira, se mueve entre las sillas y la arena ofreciendo palomitas, a un euro, a los glotones. Los animales toman la carpa bajo las órdenes del domador Eros Faggioni. La jirafa camina despacio en el círculo rojo de plástico ajena a las ovaciones del público. Dos vueltas y de regreso a su valla de metal.
Un juego de luces y la banda sonora de It´s a raining men en su versión más discotequera para presentar a las chicas del hula-hop. Samira está entre ellas. Viste pantalón corto, medias de seda transparente y sobre su pendiente del ombligo giran varios aros alocados. Deja atrás las miradas del público y corre, de nuevo hacia el camerino. Allí se ha roto el ambiente distendido de las cinco de la tarde. Todas las puertas de los armarios abiertas, pelucas que cambian rápidamente de mano, manos que ayudan a recolocar cremalleras, un retoque en los maquillajes y cinco minutos después Samira regresa a las bambalinas vestida de cleopatra.
18 caballos dan vueltas en las tres pistas del circo americano cuando Richar aparece en la parte de atrás cubierto con un raído albornoz azul y pintura negra en los ojos. Fuma un cigarrillo tras otro y allí, debajo de la luz artificial de las bombillas, intercambia chistes con sus compañeros. Sólo hay una crítica que pronuncia con intención de advertir: “los circenses somos artistas, no maleantes, aunque a la los de ciudad les cueste entender nuestro arte nómada”. Interrumpe el discurso y tira el albornoz al suelo. El público aguarda ya para ver su número, para ver como introduce hasta la coleta en las fauces de cocodrilos procedentes de xxx. Antes que él Sydney y Jesy han hecho reír al público con sus gracias simples y efectistas de payasos.
Rasid entra y sale, vigila y finge enfadarse con Salva, el trapecista, que hace las veces de payaso antes de hacer sobre una cama elástica un triple salto mortal. Hoy, en Fuenlabrada, los números se ejecutan con profesionalidad y belleza, pero entre las sillas rojas hay gente que siente más el frío que el calor de los aplausos. La culpa la tiene ese sistema de calefacción inexistente que hay en el solar cedido por el Ayuntamiento. Por lo que muchos aprovechan los quince minutos de intermedio para tomar un café caliente en la cafetería. Éste llega después de la representación de una fábula entre indios y soldados del viejo oeste. La luz artificial de las bombillas vuelve a esconder detrás de las bambalinas las muchas sorpresas que le quedan al circo. Aunque cada espectador tiene sus prioridades.
Puri acude al circo siempre que puede y, a sus 40 años, arrastra a su hija, xx, con ella. “El circo me entusiasmó cuando yo tenía 11 años y quiero que a ella sienta como yo”. Lo mejor, “los animales”; lo peor; “que la gente piense que su arte está anticuado”. Dos mujeres, en las gradas enfrente del escenario no coinciden con el veredicto. Lo mejor para ellas: los trapecios; lo peor; “que pensamos que con la entrada a los artistas no les da ni para vivir”. Detrás del escenario, aunque todos esquivan el tema de nóminas y cajas registradoras, hay otra visión: “Tenemos para como el responsable de unos grandes almacenes tipo Corte Inglés”, Rasid deja el tema zanjado.
Elde vuelve a apagar las luces después del sorteo que efectúan en cada función. Es la hora del riesgo: los bailes de los hermanos Tonitos y Millás a 17 metros del suelo, los pitidos de los payasos Yesy y Sydney y la entrada del público en el escenario, las bocas que se abren cuando Samira se balancea sobre un elefante que se arrastra por el suelo para pasar debajo de otro elefante. Y también aparecen las antipodistas capaces de mantener el equilibrio con los pies ocupados en balones, barras y ruletas que dan vueltas. Pero Elde espera a la actuación de John Taylor, el hombre bala, que precederá a los payasos Rivelinos y su número lleno de tortas y tartas estampadas. Elde se encarga de enumerar los méritos del hombre bala que saldrá disparado a xxx de velocidad y para terminar cayendo sobre un colchón que ocupa las tres pistas del circo. Y después, más aplausos.
Han pasado dos horas y media. No hay nostalgia en las despedida. Xx artistas salen de las bambalinas con las manos alzadas. Ese es su agradecimiento al público. Por perdonar su errores y dejarles compartir durante esas dos horas de ilusiones.

Y después
El circo está exhausto. Cansado y agotado, después de las funciones apenas le quedan ya fuerzas, como todos los domingos y las tres funciones a las doce y media; cinco y media y ocho. A diario todo es más pausado, con los ensayos de los números por la mañana y una función a media tarde. Hoy por suerte, dejarán para mañana el desmontaje de su esqueleto de plástico y hierros. Los chicos de monos azules amontonan los aros y demás herramientas del espectáculo en las bambalinas del circo. Los artistass corren a sus caravanas con el neceser entre las manos.
Samira, siempre con su chándal, antes de la cena se desmaquilla y cuando desaparece el maquillaje aparecen pequeños granos de una piel que no traspira. Richar se encarga de organizar una barbacoa y salvo por restos del maquillaje nadie diría que a ese joven de vaqueros y cazadora abombada no le tiemblan los nervios cuando mete la cabeza en los dientes de un cocodrilo. Bromean y bromean y si les sobre tiempo siguen bromeando. “Hemos hecho de la risa nuestra forma de vida”, sentencia Richar antes de desaparecer en un coche en busca de más chicos con lo que compartir las chuletas esa noche.
Rasid despide a sus artistas con un hasta mañana que suena a no os paséis esta noche que mañana hay trabajo. Las vacaciones no existen en el circo. El sueldo hay que ganárselo los 365 días del año. Elde recoge los mini-disc donde guarda los sonidos del circo y se lo guarda en el bolsillo antes de irse a dormir. Apaga todas las luces excepto dos bombillas, una detrás y otra delante.Los relojes dicen que los minutos pasan de las diez y media. Sólo cuatro perezosos y un niño que quiere ver el circo vacío quedan dentro de la carpa. Se escucha un bostezo, la jirafa se despide también hasta el día siguiente. El espectáculo ha terminado un día más. El circo se duerme satisfecho.

2 de octubre




















A veces, aún te tengo enfrente.
Fue este instante, ¿recuerdas?, el que desencadenó todos los que siguieron.
Hoy volviste a mi memoria. Inspiré hondo y te dejé ahí, en el estómago, unos segundos.
Y pensé en este día, en esta noche, que marcaron todas las siguientes.
Aún no te he sacado de adentro, aunque por fuera, eso, no se me note.

Un cuento: Adonde se van los actores

El teatro va quedándose solo.
El actor principal ve como desaparecen los actores que un día fueron principales, y se va quedando solo, consigo mismo, solo, esperando que llegue el día en el que él desaparezca para dejar paso a los siguientes.
¿Y entonces adonde se irán sus recuerdos?
¿Adónde, a quién, irá a parar su atrezzo? ¿En qué tierra se entierran los sentimientos cuando alguien muere?
¿Quién guardará una lista de aquellos nombres que pronunció o de las caricias que provocaron un temblor en sus manos?
¿Y quién se llevará la cuenta de las lágrimas que derramó?
¿Y adónde se irán sus fotos? ¿Y aquellos papeles que prueban que un día existió?
El actor camina por el escenario, improvisa un papel que le cuesta.
No existen los finales felices porque todos terminan con lágrimas.
Y aquí sí que no existen excepciones para quebrar las reglas.
El actor ve reflejado en él a los otros, a los que ya no están.
El reflejo de cuando aquellos fueron como él, cuando tenían su mismo número de canas, se reían con idéntica amargura y esperaban las mismas cosas que hoy espera.
Y el actor sabe, hoy lo sabe, ayer no, que los que le miran a él sabrán el día, la hora y el minuto en que él dejará su sitio vacío en el escenario.
Para siempre.
Se irá con sus pasos y recuerdos a ningún lugar, a ese marasmo en donde se ahogan hasta los silencios.
Para qué sentir si luego muerde.
El actor teme el dolor, teme que se derrumbe su escenario, teme vivir si luego ha de morir.
¿Qué dejará él para que, algún día de mucho después, alguien recuerde quien fue?
¿Y adónde van los actores cuando se bajan del escenario?

Sunday, October 01, 2006

1 de octubre

El martes S. durmió en mi casa. Cuando se marchó eran las nueve de la mañana y yo, medio dormida, levanté la mano apenas, me di la vuelta y al escuchar como se cerraba la puerta respiré aliviada...
Obviamente, nunca más volveré a invitarle a dormir.
Ni tampoco a una copa, claro.