Nunca te diré mi nombre

Me siento una romántica perdida en el casquivaneo de la vida; me sé una niña en el mundo de los niños; me pierde el sonido de unos tacones y una minifalda bonita y una sonrisa en un amigo y un beso largo y un buen libro y un chico guapo, en fin, aquí escribo los retratos de mi inconsciencia, porque ser niño es igual a inconsciente cuando pasas los 25...

Sunday, September 17, 2006

17 de septiembre

Cuando Sergio Agüero coge el balón, la grada guarda el aliento. Gambetea a un lado y otro, sin miedo, controlando las sombras de sus rivales para saber por donde irán ellos, adónde marchará él. Javier Aguirre dice que aún guarda manías del fútbol argentino, que no baja a defender, pero bendita locura la de verle con el balón en los pies. Nadie es capaz de quitár la bola. Sus movimientos recuerdan a aquellos rojiblancos del pasado que levantaban títulos, que provocaban las lágrimas, pero no de rabia, como las de los últimos años, sino de alegría, de locura, de bendita locura.
Sí, el Atlético ha ganado hoy en San Mamés. Goles de Maxi (asistencia del Kun), Petrov, Agüero y Galletti.
Bendita locura, sí.

Saturday, September 16, 2006

Y otro: cinco pitidos

Me despertó el rugido del teléfono. Miré el despertador. Decía que eran las cinco de la mañana. Sólo los perturbados y los muertos llaman a esta hora, pensé. La mesilla del inalámbrico estaba a la izquierda de la cama. En el lado de Isabel.
-Isabel, coge el maldito teléfono.­- La zarandeé. Vano intento. Isabel cuando dormía se abstraía del mundo que la rodeaba. El teléfono dejó de sonar. Estiré la pierna derecha y cerré los ojos.
No pasaron ni cinco minutos antes de que el pitido cortara de nuevo el silencio y la oscuridad del cuarto.
Uno.
-Isabel- repetí cansado. Golpeé su hombro.
Dos pitidos.
-Isabel, cago en...- Pero Isabel parecía no escucharme. No se movía. Su cara estaba fría. Toda ella. Demasiado fría.
Tres.
Cuatro pitidos.
Antes del quinto me incorporé de un salto. El azulejo estaba menos frío que su piel.
Cinco.
Descolgué el teléfono antes de que saltara el contestador. Creo que grité.
Isabel nunca más volvería a ponerse.

Otro cuento: Desde el vacío

Ya no siento la necesidad de escribir para vaciarme, es como si hubiera dejado de pensar con las entrañas, de vivir desde el impulso, es como si me hubiera convertido en una autómata. Hago esto o lo otro porque es lo que corresponde, no más, ya nada más. Ya no hay una víscera que palpite a un ritmo endemoniado, ni un escalofrío que me recorra de arriba abajo como un hilo metálico de pies a cabeza con larga parada en el corazón. Ya no colecciono ilusiones, ni recuerdos bonitos, ya no siento. No sé adonde se marchó todo, ni siquiera sé cuándo ocurrió, sólo sé que ahora ya no siento.

Un cuento: Esperando que mañana todo cambie

Cada noche observo con minucia los gestos de aquellos que han dejado de soñar. Nunca quisiera parecerme a ellos. Detrás de esta barra les miro, escucho cómo piden de beber y, como un viejo ritual, al darles las vueltas pregunto como si nada: “¿Qué? ¿Qué tal se ha portado la vida hoy?”... Siempre obtengo la misma réplica por respuesta: “Chaval, la vida hace tiempo que dejó de portarse”.
Aunque por el día la renieguen, ellos prefieren esta oscuridad. Estas noches en que yo les miro, les sirvo, les pregunto y les dejo marchar. Estos trances de cocacolas combinadas, de melancolías, de mentiras. Ellos, los del otro lado, andan con la mirada ausente, así como perdida en el mismo sitio donde se dejaron, adrede, antes de venir aquí, la memoria. De ahí sus frases bajas, sus ojos chicos, esas arrugan que claman derrotas. Porque, eso sí, todos llegan con la piel surcada por los arañazos de la vida; algunos fingen no darse cuenta, otros no llegan a la veintena, pero todos vienen con la piel surcada, por eso de que para saber en qué consiste la felicidad, uno primero debe aprender a llorarla.
Miro el reloj. Las tres y media. Hace veinte minutos que cerraron el otro bar del pueblo, el del buen nombre. Ellos llegarán en nada. Ellos. Mis clientes. Los de mi madre. A las tres y treinta y nueve entra el carnicero, el segundo de esta noche, el marido de la Marisa, el buen amante y mejor padre de tres querubines de uno, dos y cinco años. Me levanto del taburete, guardo el abridor en el bolsillo y en cinco pasos llego al recoveco de la barra más cercano a la puerta (siempre se ponen ahí, no sé muy bien por qué) para toparme con unos ojos sucios que miran al techo como si quisieran traspasarlo: “¿Qué? ¿Cómo se ha portado la vida hoy?”, pregunto y abro una cerveza. El carnicero la coge, le pega un sorbo y, con la boca llena de espuma, con un gesto más de perro enrabietado que de persona, espeta: “La vida no se porta, chaval. Bueno, ¿qué chica está libre?”. “Ellas siempre están libres. Tú pagas y, por tanto, mandas”. El carnicero rebusca en los bolsillos de su chaqueta, exquisitamente remendada en los codos, por cierto; mientras, por la portezuela entreabierta asoma la cabeza pelada del hijo de la señora Jacinta, pero, al ver al otro dentro, enseguida se retira a esperar su turno. En esta barra nunca coinciden dos personas conocidas entre sí, aunque sólo sea de vista o de pasada.
El carnicero, ajeno, acaricia con los ojos a Mimi, la rusa del pelo pajizo, que riñe al fondo del bar con Estela, la rumana, por una canción de la máquina de los discos. “¿Cuánto?”. “Veinte. Los precios no han subido desde ayer”. Gruñe algo ininteligible y saca uno de cincuenta. “Cóbrate”. Y yo me cobro. Señala a Mimi e insiste, con sorna: “¿Y por un beso? ¿A cuánto están los besos?”. Yo le devuelvo tres euros y dos de veinte, y zanjo, ya con prisa porque se vaya y deje paso al próximo: “Sabes que aquí los besos no se pagan porque hace tiempo que dejaron de darse. Te cobro los siete de la cerveza. Los veinte de Mimi se los das a ella”. Todas mis conversaciones tienen el mismo fin.
Con un silbido y un gesto de cabeza le digo a la rusa que tiene clientela. Ésta olvida la pelea con Estela, coge al carnicero por el brazo y se lo lleva arriba. Desaparecen, el “Y usted me prrrestarrrría un eurrrro para ponerrrr discos” de Mimi se funde con la voz de Alejandro Sanz clamando, a trompicones, por su corazón partío, y la rumana se queda ahí, bailando sola en medio del bar, sin importarle, con los ojos cerrados y una estúpida sonrisa en la boca.
Apunto en un papel: “Llamar a Pedro para que mire la máquina de los discos”. Cuando levanto la vista me encuentro con el hijo de la Jacinta, barbilampiño, con el gesto nervioso y la ropa lustrada de su padre, también cliente, aunque eso su hijo no lo sepa. Le saludo (Qué, qué tal se ha portado la vida hoy) y diez minutos después estoy solo en el bar, escudriñando el silencio desde mi banqueta. Un silencio que mezcla la oscuridad con el gorgoteo de la cafetera y los gemidos vagos. Son las cuatro. Por ahora la noche se cuenta en tres clientes y todas las chicas ocupadas, o lo que es lo mismo, mi madre, meretriz, una vez más, ocupada con el primero en llegar y el último en marcharse. Miro la puerta. Vacía. Si viniera otro me tocaría entretenerle hasta que una de ellas quedara libre. Golpeo la barra, me duele, pero aporreo la madera una y otra vez hasta dejar de sentir los dedos. Ojalá todos los dolores fueran físicos, musito antes del penúltimo golpe.
Pienso en los clientes. Sin sueños, pero con mujer, hijos y perro. A todos podría llamarlos por su nombre y, si no lo hago, es porque me lo pidió mi madre: “Es mejor que piensen que les miras sin ver. Tú finges y ellos creen limpio su honor”. Este es un pueblo demasiado pequeño, me digo, y la sonrisa me sale sola: Yo, por ejemplo, soy el hijo de la Vicenta, ese que no tiene padre y desde los quince trabaja con su madre en el bar de las putas. Ese que es hijo de todos, río, porque aunque las viejas del pueblo no lo cuchicheen entre ellas, sus maridos, hijos y nietos han pasado por aquí.
A las cuatro y media suenan pasos en las escaleras, y también en la calle. El carnicero, que bajaba henchido como un alcalde, se esconde detrás de una cortina y espera a que termine el marido de la panadera.
“Sólo está libre la rusa”. “Me da igual, cóbrate la copa”.
Yo me cobro, silbo a Mimi y, medio minuto después, la voz de ella vuelve a perderse escaleras arriba: “¿Y usted me darrrrría un eurrro...?”. El carnicero sale de su escondrijo, corre agachado hacia la puerta, mira a un lado y otro antes de salir y huye sin dejar propina. Sin decir adiós, hasta mañana. Se marcha a respirar la calle, la vida normal, mientras yo, otra vez solo, me siento en mi taburete y espero al próximo.
A veces me gustaría que alguno, aunque sólo fuese uno, me dijera que la vida se porta. Otras me gustaría poner algún disco de un tal Sabina que, me han dicho, canta bien. A veces me gustaría salir a la calle como si nada, sólo para ver qué se siente. Pero como mucho, lo más que hago, es mirar la puerta y esperar a que el día llegue pronto para matar esta noche y todas las que siguen. Aquí me quedo, detrás de la barra, sin moverme, esperando, una vez más, que mañana todo cambie.

16 de septiembre

Me gusta un chico. Se llama S., y su mundo nada tiene que ver con el mío. Comenzamos con juego de miradas. Yo reía, él me miraba, yo bajaba la cabeza y volvía a reir. Luego, otro día, me interrogó. Demasiadas preguntas, demasiado interés. Hoy hemos quedado, sin fecha, pero hemos quedado. Al marcharme, sin decirle mi nombre aunque para que no lo olvidé le tendí mi D.N.I., me despidió: "No te olvides de mí". No, no lo haré.

Friday, September 15, 2006

15 de septiembre

Se ha acabado, definitivamente. R. es pasado. Ayer miré su ciudad, desde la distancia, pero nada, nada se despertó en mí.
Y me siento bien. Muy bien.

Wednesday, September 06, 2006

6 de septiembre

Hoy, al llegar al trabajo, me lancé sobre el ordenador. Otro día más, abrí, ávida, mi correo electrónico. También otro día más no había ni rastro de R.
Y duele, duele bastante.

Tuesday, September 05, 2006

5 de septiembre

En un mes lo único que he sabido de él es un mail de tres líneas y un mensaje de vuelta. Y entonces, ¿por qué no puedo quitármelo de la cabeza? Maldita sea! ¿Por qué?

Monday, September 04, 2006

4 de septiembre

Cuando mi cenicero morado cayó al suelo y se rompió en añicos sentí como una punzada de melancolía me rompía el pecho. Llevaba ocho años a mi vera, ahí, cerquita de mi cama y, durante ese tiempo, siempre, era la reliquia que en mis múltiples mudanzas me metía en el bolso para evitar arañazos, golpes o fracturas. Era, obviamente, más que un trozo de cerámica redonda y lacada.
Me lo había comprado mi madre, una Navidad, en el Carrefur. Su precio no lo recuerdo, pero no serían más de doscientas pesetas. Y era especial porque mi madre me lo regaló antes de que yo fumara o, mejor dicho, antes de que yo fumara oficialmente porque a escondidas ya llevaba unos años haciéndolo, ya fuera en la terraza de casa, de cuchillas, cuando ellos, mis padres, o no estaban o dormían, o ya fuese en la calle.
Una vez, casi al principio, intentaron robármelo. Yo vivía en una residencia de estudiantes, todas chicas, y, además, era la cabecilla de uno de los dos grupillos que se pasaban los días fastidiando al otro. Nos quemábamos las ropas; arrojábamos vestidos, pantalones y camisetas al patio interior o, directamente, a la calle; golpeábamos sus puertas de madrugada; cerrábamos sus armarios roperos y tirábamos las llaves o, incluso, jugábamos a guerras de almohadas con los maquillajes de las otras hasta que estos quedaban reducidos a un montón de polvos multicolores e inútiles.
Pero un día, la cosa fue a más, y todo por mi cenicero morado.
Me lo robaron. Me fui a clase y, al volver, sobre mi escritorio, en su sitio, había un hueco. Me lo habían robado y sólo podían haber sido ellas. Llegamos a los insultos, a las difamaciones y, casi, hasta las manos. Pero mi cenicero no regresó.
Una mañana, meses después, terminé pronto de comer y al pasar ante la puerta de una de sus habitaciones vi que se la habían dejado abierta y, claro, eché un vistazo. Lo primero y lo único que vi fue mi cenicero allí, sobre una mesilla, tan morado, tan redondo, tan lacado, con una pirámide de colillas encima... Entré sin preguntarme qué me harían si me pillaban dentro, lo cogí con mimo, arrojé las colillas y las cenizas donde antes estaba el cenicero, para ahondar en su falta, para cubrir, con un gesto taimado, su hueco, y lo devolví a su sitio, sobre mi escritorio.
Desde entonces lo he usado como todo, como recipiente de piedras raras de la playa, como llavero, como joyero, como casi todo menos como cenicero. No me gustaba que la ceniza lo manchara, no quería lavarlo demasiado por miedo a romperlo. Hasta que hoy lo usé como cenicero y se me rompió, como si éste, en el fondo, tuviera vida propia y se rebelara contra la mediocridad de un cenicero que nunca ha vivido como tal. Caminaba hacia la cocina, a oscuras, pensando en vete a saber qué, cuando tropecé con el cubo de la fregona (que debería haber quitado de en medio del pasillo hace dos días, por cierto) y caí al suelo en un golpe seco mientras el cenicero, mi cenicero morado, volaba por el aire y se rompía en mil pedazos.
Cuando tiré los trozos rotos pensé que las personas somos tan frágiles como un cenicero. Un día estamos tan bien, tan perfectos, tan relucientes y, al siguiente, así de repente, sin previo aviso, nos rompemos en mil pedazos. Y, así, de pronto, de nosotros no queda más que un triste hueco y mil vivencias en la basura. Nada más. Nada más que eso.

Friday, September 01, 2006

1 de septiembre

Yo he visto cosas que vosotros no creeriais. Atacar naves en llamas más allá de Orion. He visto rayos C brillar en la oscuridad cerca de las puertas de Tanhauser. Todos esos momentos se perderán en el tiempo como lágrimas en la lluvia. Es hora de morir...