Cada noche observo con minucia los gestos de aquellos que han dejado de soñar. Nunca quisiera parecerme a ellos. Detrás de esta barra les miro, escucho cómo piden de beber y, como un viejo ritual, al darles las vueltas pregunto como si nada: “¿Qué? ¿Qué tal se ha portado la vida hoy?”... Siempre obtengo la misma réplica por respuesta: “Chaval, la vida hace tiempo que dejó de portarse”.
Aunque por el día la renieguen, ellos prefieren esta oscuridad. Estas noches en que yo les miro, les sirvo, les pregunto y les dejo marchar. Estos trances de cocacolas combinadas, de melancolías, de mentiras. Ellos, los del otro lado, andan con la mirada ausente, así como perdida en el mismo sitio donde se dejaron, adrede, antes de venir aquí, la memoria. De ahí sus frases bajas, sus ojos chicos, esas arrugan que claman derrotas. Porque, eso sí, todos llegan con la piel surcada por los arañazos de la vida; algunos fingen no darse cuenta, otros no llegan a la veintena, pero todos vienen con la piel surcada, por eso de que para saber en qué consiste la felicidad, uno primero debe aprender a llorarla.
Miro el reloj. Las tres y media. Hace veinte minutos que cerraron el otro bar del pueblo, el del buen nombre. Ellos llegarán en nada. Ellos. Mis clientes. Los de mi madre. A las tres y treinta y nueve entra el carnicero, el segundo de esta noche, el marido de la Marisa, el buen amante y mejor padre de tres querubines de uno, dos y cinco años. Me levanto del taburete, guardo el abridor en el bolsillo y en cinco pasos llego al recoveco de la barra más cercano a la puerta (siempre se ponen ahí, no sé muy bien por qué) para toparme con unos ojos sucios que miran al techo como si quisieran traspasarlo: “¿Qué? ¿Cómo se ha portado la vida hoy?”, pregunto y abro una cerveza. El carnicero la coge, le pega un sorbo y, con la boca llena de espuma, con un gesto más de perro enrabietado que de persona, espeta: “La vida no se porta, chaval. Bueno, ¿qué chica está libre?”. “Ellas siempre están libres. Tú pagas y, por tanto, mandas”. El carnicero rebusca en los bolsillos de su chaqueta, exquisitamente remendada en los codos, por cierto; mientras, por la portezuela entreabierta asoma la cabeza pelada del hijo de la señora Jacinta, pero, al ver al otro dentro, enseguida se retira a esperar su turno. En esta barra nunca coinciden dos personas conocidas entre sí, aunque sólo sea de vista o de pasada.
El carnicero, ajeno, acaricia con los ojos a Mimi, la rusa del pelo pajizo, que riñe al fondo del bar con Estela, la rumana, por una canción de la máquina de los discos. “¿Cuánto?”. “Veinte. Los precios no han subido desde ayer”. Gruñe algo ininteligible y saca uno de cincuenta. “Cóbrate”. Y yo me cobro. Señala a Mimi e insiste, con sorna: “¿Y por un beso? ¿A cuánto están los besos?”. Yo le devuelvo tres euros y dos de veinte, y zanjo, ya con prisa porque se vaya y deje paso al próximo: “Sabes que aquí los besos no se pagan porque hace tiempo que dejaron de darse. Te cobro los siete de la cerveza. Los veinte de Mimi se los das a ella”. Todas mis conversaciones tienen el mismo fin.
Con un silbido y un gesto de cabeza le digo a la rusa que tiene clientela. Ésta olvida la pelea con Estela, coge al carnicero por el brazo y se lo lleva arriba. Desaparecen, el “Y usted me prrrestarrrría un eurrrro para ponerrrr discos” de Mimi se funde con la voz de Alejandro Sanz clamando, a trompicones, por su corazón partío, y la rumana se queda ahí, bailando sola en medio del bar, sin importarle, con los ojos cerrados y una estúpida sonrisa en la boca.
Apunto en un papel: “Llamar a Pedro para que mire la máquina de los discos”. Cuando levanto la vista me encuentro con el hijo de la Jacinta, barbilampiño, con el gesto nervioso y la ropa lustrada de su padre, también cliente, aunque eso su hijo no lo sepa. Le saludo (Qué, qué tal se ha portado la vida hoy) y diez minutos después estoy solo en el bar, escudriñando el silencio desde mi banqueta. Un silencio que mezcla la oscuridad con el gorgoteo de la cafetera y los gemidos vagos. Son las cuatro. Por ahora la noche se cuenta en tres clientes y todas las chicas ocupadas, o lo que es lo mismo, mi madre, meretriz, una vez más, ocupada con el primero en llegar y el último en marcharse. Miro la puerta. Vacía. Si viniera otro me tocaría entretenerle hasta que una de ellas quedara libre. Golpeo la barra, me duele, pero aporreo la madera una y otra vez hasta dejar de sentir los dedos. Ojalá todos los dolores fueran físicos, musito antes del penúltimo golpe.
Pienso en los clientes. Sin sueños, pero con mujer, hijos y perro. A todos podría llamarlos por su nombre y, si no lo hago, es porque me lo pidió mi madre: “Es mejor que piensen que les miras sin ver. Tú finges y ellos creen limpio su honor”. Este es un pueblo demasiado pequeño, me digo, y la sonrisa me sale sola: Yo, por ejemplo, soy el hijo de la Vicenta, ese que no tiene padre y desde los quince trabaja con su madre en el bar de las putas. Ese que es hijo de todos, río, porque aunque las viejas del pueblo no lo cuchicheen entre ellas, sus maridos, hijos y nietos han pasado por aquí.
A las cuatro y media suenan pasos en las escaleras, y también en la calle. El carnicero, que bajaba henchido como un alcalde, se esconde detrás de una cortina y espera a que termine el marido de la panadera.
“Sólo está libre la rusa”. “Me da igual, cóbrate la copa”.
Yo me cobro, silbo a Mimi y, medio minuto después, la voz de ella vuelve a perderse escaleras arriba: “¿Y usted me darrrrría un eurrro...?”. El carnicero sale de su escondrijo, corre agachado hacia la puerta, mira a un lado y otro antes de salir y huye sin dejar propina. Sin decir adiós, hasta mañana. Se marcha a respirar la calle, la vida normal, mientras yo, otra vez solo, me siento en mi taburete y espero al próximo.
A veces me gustaría que alguno, aunque sólo fuese uno, me dijera que la vida se porta. Otras me gustaría poner algún disco de un tal Sabina que, me han dicho, canta bien. A veces me gustaría salir a la calle como si nada, sólo para ver qué se siente. Pero como mucho, lo más que hago, es mirar la puerta y esperar a que el día llegue pronto para matar esta noche y todas las que siguen. Aquí me quedo, detrás de la barra, sin moverme, esperando, una vez más, que mañana todo cambie.