Nunca te diré mi nombre

Me siento una romántica perdida en el casquivaneo de la vida; me sé una niña en el mundo de los niños; me pierde el sonido de unos tacones y una minifalda bonita y una sonrisa en un amigo y un beso largo y un buen libro y un chico guapo, en fin, aquí escribo los retratos de mi inconsciencia, porque ser niño es igual a inconsciente cuando pasas los 25...

Monday, March 03, 2008

Sobre el chico de la camiseta de rayas

Hacía calor y los relojes pasaban de las cuatro. Unos travestis bailaban y un antiguo amor se aferraba a mi cintura con la intención de revivir unos besos que él mismo dejó caducar cuando le vi. Una chico moreno, una camiseta de rayas grises y una mirada ausente. Con eso me bastó para posar mis ojos sobre él. Comenzó el juego. Mirada, respuesta, ojos bajos, otra mirada y, de nuevo, la rueda en marcha. De pronto, deja de estar en mi espalda, ahora está delante. Será por mí, por el juego de miradas, pensé. Y esperé que se acercara, pero lo más que vi es que cogió su abrigo y se marchaba. Entonces, en un acto reflejo, estiré el brazo, le detuve y le dije al oído: "No te irás de aquí sin decirme cómo te llamas". "Evaristo". Dos besos en la mejilla lentos y una proposición, mejor uno que dos. Y acepté. Por qué no. Desde la distancia me gustaba, por qué no probarlo. Lo hice. Fueron tres besos, cuatro a lo sumo y un teléfono. "Me encantas, me encantas", escribí al salir de la discoteca, y lo envié. Al día siguiente tenía una respuesta: "Y tú a mí". Poco más sabía del chico de la camiseta de rayas grises y la mirada ausente. 28 años, casa a las afueras de Madrid y ganas de otro encuentro. Eso fue lo que me dijeron sus mensajes. Yo estaba muy lejos del kilómetro cero. No hubo cena, aunque me invitó a conocer su casa, no la hubo, no. Al volver a Madrid le envié un sms al no volver a saber de él. Llamada y una cita para el viernes, pues. Llegó el día, nueve y media, barra de un bar de La Latina y un chico que entra y yo saludo al reconocer al chico de la camiseta de rayas y poder llamarle por su nombre. Cena para dos y copas para como si fueramos cuatro. Otro beso. Y otro. A cada cual más intenso. "Me gustan las chias rubias y lanzadas, como tú". Del bar, a un taxi; del taxi, a casa. Pero no hubo magia, ni artificios tampoco. A las nueve las obligaciones mandaron y la cama volvió a ser demasiado grande para una sola persona. El lunes él, además, volaba fuera para poner entre el pasado y el futuro un océano por medio. El lunes, además, la pantalla de mi movil se rompió y, aunque llegaran, los sms no existían. Lunes. Martes. Miércoles. Jueves. Viernes. Cinco días de silencio y pocos recuerdos. ¿Y si le llamaba? Eso podía hacerlo, pero ¿y si él no quería? Opte por no llamar, opté por no hacer nada. El viernes, por la tarde, la factura del móvil me dio su número de teléfono y le envié un sms desde mi otro móvil. Contestó horas después. "¿Quién eres?". Lo expliqué, lo del móvil roto y su réplica tuvo sorna: "No me extraña que lo palmes, con lo que bebes". Al rato, otro sms suyo que preguntaba por los planes nocturnos no tuvo respuesta. Al día siguiente me ofrecía una cena tranquila con Lambrusco. Y acepté. Aquella mirada me atraía. Quizá, sí, me gustaba. Cuando su coche negro se detuvo aquella noche delante de mí y le miré sin alcohol por medio pensé que era más guapo de lo que recordaba. Tortilla, sidra, vino fresco y una luna roja. Besos profundos, caricias intensas, noche larga. Desperté en su abrazo, y me gustó.
Recuperé mi móvil, pantalla nueva y lectura de mensajes viejos: cinco llevaban su firma. Otra cena, también en su casa, y un descubrimiento, la chica rubia lanzada persigue un sueño de letras y tapas duras. Conversaciones de almohada, preguntas directas (Te gusto; si; y yo, si) y confesiones (la verdad, hay muchas cosas de ti que me gustan, pero sobre todo, que seas lista). La noche es larga e insonme, la noche huele a Hugo Boss. Sin alcohol ni más gente que dos, uno y otro, tampoco hay máscaras; lo que hay es lo que es, sin más, lo tomas o lo dejas. O repites. Eso fue lo que hice. Miércoles de besos y cena compartida. Un viaje que se retrasa por permanecer en unos brazos, en el tacto de una piel suave como la piel propia. Domingo de fútbol, resacas, rayadas y lluvia. Adiós sin un te veo mañana como despedida. Mensajes. "Estoy para ti". Martes que sigue, lágrimas laborales y un examen de inglés lo arreglan una pizza quemada y un gol del Real Madrid. Otra luna roja, otra confesión de alcoba ("Me casé y me divorcié hace unos meses") y el abrazo que se hace más largo, más intenso, más abrazo. Entonces, recordé a aquel que me había roto en dos hacía tan poco tiempo, tan pocos meses y pensé que menos mal porque, sino, quizá, ahora no viviría este abrazo. Comida a medias, llamada del pasado, unas patatas que se queman. Y, más tarde, cada uno por su lado, una recopilación de cuentos y un mensajes que agradece la oportunidad de conocerme más y más. Y el miedo, la amenaza, el terror a que un océano ahoge esto que percute en mi pecho. Sábado de éxtasis, una comida larga y una tarde de trabajo, un "tenía ganas de verte", casi como bienvenida. Más besos, más noche intensa, más planes. Un baño que se aplaza, una botella de vino blanco que se enfría en el frigorífico, un 69 como referencia, el número del amor, el número del encuentro, el número de la distancia entre uno y otro. Una cartera que se pierde sin llegar a perderse. Un cita dos días después de la última. Cañas en Irlanda sin moverse de Madrid y un pasado, un anillo, que se explica. Magia, electricidad. Un papel del pasado en el presente y el recuerdo del último desamor vuelve a mi piel. El miedo y el vértigo se instalan debajo de mi piel. Por un lado, el viaje largo; por otro, un pasado del que no se conoce el presente. "Tengo que hacerme a la idea de que me voy a ir". Y mi corazón que habla en morse: "Ojalá no te fueras, ojalá no pusieras un océano entre nosotros". "No volvemos a vernos si luego tanto va a doler". El que habla es mi miedo. "No, jamás congenié con nadie como contigo". Quien lo dice es su voz. Langostinos para desayunar y un te veo pronto incrustado en el adiós. Un beso largo en la despedida. A Hugo Boss huele ya todo. El miedo al vértigo, que es peor que el miedo y el vértigo por separados, instalado más allá del tuétano. Una cena para dos. Setas, lomo y tres botellas de Lambrusco. Una pregunta: "Ves mucho a tu pasado" y una conversación que versa sobre un curriculum. "Yo no soy tu aquel. Yo soy yo". Y punto. Y me lo creo. Churros y macarrones. Sudores y agua al unísono. Abrazos y un reloj que marca las seis. Café para dos. Y el océano que no sé si saltará, la amenaza, el miedo. Una playa de fin de semana y cuatro días para nosotros. Cuatro, solos, con el miedo al pasado y al océano instalado en mi cabeza, y la esperanza que el chico de rayas se quede más allá del mañana.