Ella sabía que pasaría, aún así, se dejó caer.
Todo pasó hace un tiempo, hace una vida, tal vez, o quizá, dos, quién sabe.
***
Le escribió sabiéndo que él jamás volvería a contestar a sus cartas, ni a sus llamadas, ni a nada que llevara su nombre en el remite. Llevaba tres meses desaparecido, por qué iba a volver.
Sin embargo, volvió. Sin embargo, contestó.
"¿Cenamos juntos?".
Y ella replicó que sí, cómo no, si se moría por volver a verle. Cómo no, si quizá aquella, ésta que narro, fuera la última.
Cuando le vio, de nuevo, otra vez delante de ella, con su barba de cuatro días, con esas arrugas que le nacían en los ojos cada vez que reía, sintió que moría, que podía morir en ese momento porque eso, esa barba de cuatro días, esas arruguillas, eran la felicidad, la felicidad plena, esa que puede arrumarse, y tocarse con los dedos, y guardarse entre páginas de un diario. Ese será para siempre uno de esos momentos en los que el tiempo, las luces, los suspiros y los relojes se detuvieron. Ese fue un tiempo de los dos, de ella sobre todo, pero también de él, de ambos. Un tiempo compartido, ya pasado, imperturbable.
Cenaron juntos sí. Ella caminaba entre adoquines por una ciudad extraña, a veces perdía el equilibrio, pero, y antes nunca había pasado, él tendía su mano para que ella superara su vértigo.
Durante la cena, ella se mantuvo distante. Había llorado tanto por él, por su distancia, su silencio, que ahora no podía, de verdad que no podía, rendirse ante su sonrisa, sus labios, sus brazos tan fibrosos, tan perfectos ("
Te busqué toda una vida, por qué cuando te encontré tuve que renunciar a quererte, si te busqué, te busqué hasta encontrarte, hasta verme obligada a renunciar a ti...").
Bebían un vino que no era Lambrusco. Cuántas noches se había agarrado ella a una botella de ese mal vino italiano para sentir en sus labios los besos de él, aquellos besos que sabían a Lambrusco, aquellos besos en los que de fondo se escuchaba alguna canción de Platero (¿o era Fito?) o de Los Piratas (¿o era Iván Ferreiro?), aquellos besos, sus besos, ahora tan lejanos, ahora ya sólo un recuerdo en letras de word que se iban borrando con el paso de un tiempo de ausencia. Antes de marcharse, él pidió otra botella. "Será para él", pensó ella equivocada. Antes de salir, él posó el cristal sobre sus manos y pidió, suave, tan dulce que no parecía él: "Guárdala, quiero que te lleves este recuerdo mío". Y ella se mordió los labios, para no gritar, para no enloquecer, para no decirle que ya eran muchos los recuerdos suyos los que llevaba encima, aunque él no los viera.
***
Ella está recostada, ajena a él, en su espalda, clavando la mirada en su nuca, pidiéndole que se acerque sin palabras. Aún puede el orgullo, aún duelen tantos meses de silencio, pero se deja llevar, se deja caer, otra vez, otra de tantas. Lleva tanto tiempo esperando ese momento que, cuando le besa de nuevo, siente que un puñal se le clava más allá del corazón, en el alma, donde duele más, pero se nota menos. Se besan, se desnudan, bailan.
"Por qué te fuiste, por qué jamás me escribiste", pregunta ella, afónica, rendida, enamorada.
"Por qué dolía recordar quien era yo cuando te hablaba, cuando te escribía, cuando te llamaba". Él la dejó dos opciones: creer o no. Ella elegía, pero él esperaba que ella nunca pasara por la estación en la que a él le habían obligado a bajar, por la que había tenido que vagar durante meses, en el tiempo en el que la conoció a ella.
Y ella creyó, le creyó aún sabiendo que él mentía.
***
Se dio la vuelta y fingió dormir, cuando de pronto, sintió una mano amarrando su cintura. Y el tiempo de detuvo de nuevo. Ahí estaba su abrazo. Compartieron varias noches de sus vidas, pero él nunca antes la había abrazado y ella recordó el hielo, tan pequeño, tan cuadrado, tan indeleble, y pensó, una vez más, que la felicidad tal vez podría ser así, pequeña, cuadrada, indeleble.
Bailaron de nuevo.
Se besaron hasta desgastarse los nombres.
Se contaron un secreto compartido: ninguno de los dos pensaba que sus vidas volverían a cruzarse. Pero se cruzaron, y no pudieron evitarlo.
***
Ella aún le recuerda. Pero ya no bebe Lambrusco. Él es otra cosa. Y piensa en su barba, en sus arrugas, y siente que una parte de sí misma se quedó con él, en una ciudad ahora tan extraña, tan lejana como él, que ya ni siquiera es una fotografía en su mesilla..